Niños sobreprotegidos, adultos paralizados

Un exceso de celo por parte de los padres, en la infancia, puede llevarnos a la parálisis en la vida adulta.

Paula se consideraba una chica emocionalmente sana. Había estudiado una carrera que le gustaba, ejercía la profesión que le apasionaba y todo marchaba bien en su vida.

Cuando vino a consulta, me habló con orgullo del cariño que había recibido, durante toda su infancia, por parte de sus padres. Como hija única, Paula había tenido toda su atención y se había sentido y, aún se seguía sintiendo, muy bien cuidada por ellos.

Todo parecía irle bien en la vida a Paula, hasta que un día tras un tropezón, se lesionó una rodilla. El doctor que la atendió, tras prescribirle unos calmantes, le recomendó que usara muletas durante toda su recuperación. También, le comentó que debía tener mucho cuidado mientras su rodilla mejoraba, puesto que una caída o un golpe podría dejarle secuelas permanentes.

Como veremos a continuación, estas palabras del médico, para él sin mayor importancia, activaron en Paula uno de los peores miedos de su infancia.

Pasaron los meses y la rodilla de Paula no mejoraba. Las pruebas físicas daban buenos resultados y no había un motivo aparente para este estancamiento en su recuperación.

Sin embargo, la joven, por más que se esforzaba, no se veía capaz de soltar las muletas, su pierna aún continuaba rígida y ya le había ocasionado algún que otro traspiés (hecho que aumentaba aún más su miedo a sufrir una caída y a lesionarse de por vida la rodilla).

Los doctores sospechaban que, ya que físicamente, su rodilla estaba bien, la causa de su parálisis debía ser psicológica. Tras hablar con ellos, Paula decidió buscar ayuda y acudió a mi consulta para investigar si había algún problema emocional que obstaculizara su mejoría.

Trabajando con ella, descubrimos que la advertencia del doctor de tener cuidado para no caerse y golpear su rodilla, la había conectado inconscientemente con su infancia y con las miles de veces que su madre le había repetido la expresión “cuidadito con… ” cada vez que la niña se había aventurado a probar algo nuevo.

No podía montar en bicicleta porque era peligroso, no podía subir a un árbol porque se podía caer, no podía pelar patatas porque se podía cortar, etc. Para su madre, que quería proteger a su hija de cualquier daño, todo era potencialmente peligroso.

Sobreprotección: traspasando nuestros miedos a nuestros hijos

Tras años de escuchar la expresión “cuidadito con", este exceso de protección terminó volviéndose en contra de la niña. Para no molestar a su madre y que ésta no estuviera preocupada por ella, Paula fue asumiendo los miedos de su madre y cuando llegó a la adolescencia, ya no hacía falta que su madre le recordase que tuviera cuidado (aunque, por supuesto, seguía haciéndolo), porque ella misma se autolimitaba y dejaba de hacer cosas potencialmente peligrosas.

Podemos entender que, en el fondo de su ser seguía presente el mandato de no contrariar a su madre.

Deseo dejar claro que la madre de Paula no era una mala madre; es obvio que la quería, pero ella misma arrastraba tales bloqueos y miedos que cuando tuvo una hija (recordemos que fue la única que tuvo), su afán de protección resultó tan excesivo que terminó encorsetándola.

A veces, transmitimos a los hijos nuestros propios miedos y, aunque no tengamos intención de dañarles, terminamos limitando su seguridad y la confianza en sus cuerpos.

Si se ha vivido una infancia de sobreprotección y temores, resulta fundamental trabajar para deshacer la madeja de todos esos mandatos y palabras del pasado que vuelven a nuestro presente para enredarlo y frenarlo. Hilo a hilo, deshaciendo nudo tras nudo, hay que romper con todos estos preceptos represivos que acabaron por asfixiarnos.

Tras superar todas estas trabas y recuperada la autoestima y la confianza, por fin, podremos tomar en libertad (y sin temor) nuestras propias decisiones.

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